Pasado reciente: La ficción histórica

“El medio sustituía a la realidad,

el medio era la realidad”

Tomás Eloy Martínez

Dos producciones cinematográficas revalorizan la figura de dos de nuestros más altos próceres: el General José de San Martín, en la caracterización de Rodrigo de la Serna para “Revolución, el cruce de los Andes” y el General Manuel Belgrano, interpretado por Pablo Rago en “Belgrano, la película”.

La reescritura o reinterpretación de la historia no es un fenómeno novedoso. Gobiernos de diversas tendencias han empleado, y emplean, este recurso a través de diferentes mecanismos para consolidar su propia capacidad de proyección a futuro, generando identidad con raigambre en los mitos que dieron nacimiento a la Nación Argentina. Estos filmes, de gran aceptación popular, nos señalan un camino de reflexión acerca de la necesidad de los pueblos de reflejarse en sus gobiernos, y de éstos últimos de construir sentido en el presente, reinventando el pasado.

Los motivos que llevan a la reescritura de la historia pueden ser varios. El revisionismo quizá sea uno. Sea cual fuere el propósito, académico, ficcional, etc. conviene que el estudio de las fuentes originales sea el punto de partida para recrear los hechos (al menos del contexto del que se tiene cuenta) ya que incurrir en el error llevaría al autor por caminos no deseados. La tarea de reconstruir, como cualquier otra restauración, consiste en “rellenar” los vacíos con aportes de nuestra autoría, lo que conlleva una marca subjetiva ineludible. Aquello sobre lo cual las fuentes oficiales no han reparado, por ejemplo, podría ser útil a tales fines. Naturalmente este complemento no puede ser una construcción descabellada o inconexa, debe remitir a un referente cierto. Estos tipos de procedimientos son propios de la literatura. Un historiador encuentra una enorme limitación en este sentido, merced al rigor científico de la disciplina. Esta es una diferencia básica en las intenciones del historiador y del literato.

Ciertas corrientes de pensamiento sostienen que el valor de la literatura histórica es simplemente ilustrativo. Es posible que en alguna medida sea cierto, aunque no es poca cosa. Desde esa simple ilustración se puede derrumbar -o enaltecer- un mito. Por otra parte, el uso del lenguaje figurativo es un recurso excelente y muy eficaz al efecto de explotar la simpleza de un texto para lograr gran poder ilustrativo. Un relato puede narrar una historia sencilla y a la vez referir hechos complejos. En “No habrá más penas ni olvido” Osvaldo Soriano nos relata hechos de una crudeza y sencillez extraordinarias y, al mismo tiempo, grafica como nadie un conflicto que para ser explicado con rigor académico sin duda harían falta varios volúmenes. Entre más grande sea la brecha que separa la anécdota literal del referente, más complejo será el cuento. Es decir, cuanto más novedoso y abstraído de la construcción consagrada como “verdad” sea el punto de vista desde el que se pretenda abordar el tema, mayor será el mérito del autor en la medida que los sucesos narrados permitan al lector inferir y elaborar construcciones nuevas.

En 1979 Tomás Eloy Martínez publicó una serie de relatos, algunos de ellos en diarios y revistas, llamados “Lugar común la muerte”. Pese a los marcados rasgos fantásticos de los cuentos (notables por cierto) los lectores los consideraron como verdades. “Los medios donde fueron publicados avalaron su verosimilitud” explicaba Martínez años más tarde. Para el imaginario social una ficción entre muchas verdades (o construcciones lingüísticas con pretensión de verdad) constituye una verdad más.

Si tomamos como ejemplo el cuento de Martín Kohan “Muero contento” podemos decir que, dentro de los parámetros del relato, el soldado Cabral existió. Tal vez no su persona física, lo que termina siendo irrelevante de todas formas, pero sí su construcción histórica. Conviene a la intención del autor que haya existido. ¿Qué ganaría Kohan de entrar en el plano de la refutación histórica? Se quedaría sin cuento. La manera más efectiva de desafiar al mito del soldado heroico es humanizar al personaje. En todo caso ni siquiera importa si existió o no. Sería una discusión ociosa. Porque quien se cubre de gloria en las solemnes estrofas de la marcha que nos hacían repetir como loros en el colegio, sin el menor rigor analítico, no es el hombre sino el mito. Además tenía que morirse de esa manera para hacerse inmortal, salvando la vida de quien nadie dedicaría siquiera un verso a la hora de su solitaria muerte. ¿Para qué? Si se lo debemos todo al gran Cabral.

Los críticos literarios también discuten que pese al contenido ficcional de la literatura ella es por sí misma un evento histórico, una forma de acción social que merece ser estudiada como producto cultural por su impacto en el pensamiento y comportamiento de diversos grupos sociales. Pero ¿hasta qué punto la historia es literatura? La historia es una forma de composición literaria desde la que se establece una estrecha relación entre los recursos propios de la literatura y cómo los historiadores reinterpretan las fuentes para presentar una versión del pasado con la porfía de la imposible reproducción. En efecto, el historiador selecciona y reconstruye, ofrece un punto de vista que espera sea válido por sí mismo. Así, su pretensión de producir un texto verificable y referencial, esto es hacia otros textos literarios, es a su vez su punto débil por tener un referente fuera de sí mismo que puede perderse al momento de encontrar nuevas evidencias o incongruencias. De esta forma, el pasado histórico, al ser construido con base en otros textos, está atrapado en una red de textos de la cual no puede escapar. La historia en su concepción primaria no es más que la atribución de rigor científico a la producción literaria interpretativa de los hechos, con el fin de dotarla de veracidad para que sea a su vez tomada por las sociedades como “la verdad”. Claro está que por más riguroso que sea el método, la carga subjetiva de la interpretación de los hechos determinará las conclusiones que deriven de su aplicación. “La verdad circula por ósmosis, impregnándolo todo” concluía Eloy Martínez con indudable lucidez al explicar lo que él define como “efecto de contigüidad”, esto es la ficción devenida en “verdad” entre otras “verdades” consagradas.

Un conjunto de versiones de los hechos que gozan de dogmática legitimidad, otorgada generación tras generación por una sociedad que encuentra en esos textos justificación caprichosa de su presente y tranquilizador sostén para su futuro, constituye la materia prima de los manuales de recopilación histórica que leímos (o nos hicieron leer) durante nuestra formación educacional básica. A través del poder de la tradición nos inventamos como sociedad y no sólo nos creemos la invención sino que aseguramos con ejemplar obstinación que es “la verdad” de los hechos. Antes de la palabra escrita, la oralidad era el anónimo vehículo que permitía esta transposición generacional. Las historias y leyendas eran patrimonio de los pueblos, pertenecían a su identidad, a cada uno de sus individuos. En este sentido que las fuentes orales sean incomprobables es irrelevante, debido a que nadie se plantearía la necesidad de cuestionar su veracidad. Difícil empresa si se considera la absoluta carencia de elementos contrastivos. Pero en el caso de lo escrito es otra cosa. Lo escrito tiene autor. Mejor dicho, los textos a los que se pretenda someter el rigor del historicismo deberían ser atribuibles con un alto grado de certeza a una o quizá varias personas. Nicolás Shumway en “La invención de la Argentina” (con el notable antecedente del ensayo “El Nombre de la Argentina” de Ángel Rosenblat, 1964) , elaboró sus deducciones a partir del análisis de “La galería de las celebridades” de Bartolomé Mitre, pero es el estudio de la persona de Mitre lo que legitima sus conclusiones. Saber quién escribe nos dice el por qué de lo escrito. Ahora bien, en ocasión de escribir la historia, el concepto de la autoría parece diluirse con la necesidad de pertenencia colectiva de esas “verdades” casi como en la oralidad. Existe lo que podría definirse como un desplazamiento del autor para dar lugar a la socialización de los textos. El tiempo hace que un texto vaya siendo cada vez menos de un autor y cada vez más de quienes lo leen o lo interpretan. Esta apropiación es redirigida dogmáticamente en forma generacional por las instituciones políticas, religiosas o el Estado mismo (a través de la educación principalmente). Con el fin de convertir esa interpretación en la imposición de “la verdad legítima” para generar una identidad deseable o funcional y a su vez propiciar la imposibilidad de generar elementos de contraste que puedan refutarla. De ahí que los textos contenidos en los manuales escolares estén firmados por el o los compiladores, o responsables de la edición, pero rara vez por sus autores. Pocos términos resultan tan gráficos para ilustrar la cuestión como el concepto de “ficciones orientadoras” acuñado por el mencionado Shumway.

Literatura, historia y periodismo constituyen una amalgama cuyos elementos tal vez no sean concebibles en forma individual aunque hay diferencias notables entre ellos. El periodismo en su concepción tradicional expone datos de la realidad que la cuestionan pero no la niegan, en cambio la historia reacomoda y reinterpreta los hechos con pretensión de reproducirlos. El llamado “nuevo periodismo” es un híbrido que reúne ambas características. La línea que separa esta disciplina de la novela histórica es muy delgada y difusa. Básicamente aplican los mismos procedimientos, enmarcados en la novela de no-ficción. Aunque el referente de la novela histórica remite a un hecho o personaje del pasado no contemporáneo con el momento de la producción del texto, mientras que en el nuevo periodismo la contemporaneidad juega un papel central. Pueden sumarse además recursos estilísticos como los de la novela policial o incluso procedimientos propios del periodismo de investigación, dependiendo de la intención del autor.

En gran medida se puede afirmar que los textos de no-ficción con su aporte periodístico y literario enriquecen con recursos el campo de la historiografía, extendiendo sus alcances. Y la historia a su vez con su método ofrece la posibilidad de contar con puntos de partida eficaces y contextos referenciales documentados.

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