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Mostrando entradas de noviembre, 2012

Fobias.

La infinita impresión de observarla inmóvil contra el lomo naranja de Rayuela, como una viruta de papel viejo, un triángulo de arena, mancha cenicienta, mariposa alunada…terrón de polvo; impresión que solo languidece ante la necesidad de matarla, la imperiosa; impostergable necesidad, el misterioso miedo de que se petrifique ahí.  La biblioteca entera se sacude y can los restos despedazados, hecha astillas. Con el golpe volaron algunas fotos, señaladores, programas de teatro y algunas otras cosas sueltas. Elijo el Diario de Andrés Fava y me siento a leer. Ya arreglaré el desorden...ya lo haré.  

Íntimo.

Una de las formas de la comprensión, que es también muerte y milagro, es romper en un llanto silencioso mientras se lee un cuento. …”Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido.” Tardé mucho tiempo en entender, no tuve la buenaventura de que otros me convidaran el saber. Hoy, lloro. Sin remedio, el olvido profetizado en esas páginas, las de Utopía de un hombre que está cansado, se hizo verdad en la carne del autor, y renace en cada lectura, en cada sucesión. Puedo ver ahora que estoy solo, como en aquellos días en los que el amanecer llegaba tras el desvelo. De algún modo sigo ahí, esperando la noche, pero sé que mi dolor (como el de él) no es más que un dolor humano, el dolor de ser.    “La vida es, para mi, el tramo incomprensible de una suerte ajena; una suerte que me aventuro a adivinar”

Visita a la feria.

Comentario caprichoso. Unos gruesos tomos salteados; las obras completas de Faulkner (tomos lV y V),  alguno de Kafka (tomos ll y lll, creo) y otros autores que no recuerdo; ocupan los estantes superiores de algunos puestos. Casi parecen fuera del tiempo. Son atractivos, con sus lomos labrados y ese verde oscuro, sobrio, que adorna cualquier biblioteca  con un aire erudito y tedioso. Pero su circunstancial discontinuidad desalienta a los compradores. Lo mismo que una ojeada en su interior: el tamaño de las letras anuncia una penosa tarea para los miopes. Más allá de la oferta y de su singular edición, permanecen ahí, día tras día, anacrónicos, indiferentes. Sobreviven a la feria y al manoseo constante de los curiosos, que los examinan como si fueran piezas de museo. Otro problema con los tomos es que cansan de solo verlos. Parecen pesados ladrillos apilados tapa con tapa, lomo con lomo, en el estante de arriba dónde hay lugar de sobra, dónde no se ponen las novedades porque ni lo

Los relatos.

Antonio aparece en una ciudad quimérica, como la muerte epicúrea. Una ciudad de calles muy angostas y puertas bien cerradas. Una ciudad repetida, teatro de operaciones, campos de batalla. Una ciudad sin casas ni misterios, solo madrigueras llenas de miedo. Caminando hacia el Este en la ciudad hay un camino que, parece, se pierde en el mar. Aunque no se pierde, hay que saber mirar. Allí, en verdad, el camino se abre en dos. El asfalto se ablanda bajo los pasos y el aire se pone de un rojo turbio, como un atardecer de Monet. Una parte se convierte en atajo, y como un rulo devuelve a quien lo transita al punto de partida, la senda que hasta ahí lo trajo. La otra parte se interna en la carne, y se hace camino interior. Se desvanece la quimera, hacia los suburbios del dolor. Andando por aquellos rumbos Antonio se encuentra con un trío de entusiastas caminantes que vienen de regreso. Al verlo marchar en dirección contraria, uno de ellos le pregunta con ironía  – ¿No pensará ir para abajo