Los relatos.


Antonio aparece en una ciudad quimérica, como la muerte epicúrea. Una ciudad de calles muy angostas y puertas bien cerradas. Una ciudad repetida, teatro de operaciones, campos de batalla. Una ciudad sin casas ni misterios, solo madrigueras llenas de miedo. Caminando hacia el Este en la ciudad hay un camino que, parece, se pierde en el mar. Aunque no se pierde, hay que saber mirar. Allí, en verdad, el camino se abre en dos. El asfalto se ablanda bajo los pasos y el aire se pone de un rojo turbio, como un atardecer de Monet. Una parte se convierte en atajo, y como un rulo devuelve a quien lo transita al punto de partida, la senda que hasta ahí lo trajo. La otra parte se interna en la carne, y se hace camino interior. Se desvanece la quimera, hacia los suburbios del dolor. Andando por aquellos rumbos Antonio se encuentra con un trío de entusiastas caminantes que vienen de regreso. Al verlo marchar en dirección contraria, uno de ellos le pregunta con ironía
 – ¿No pensará ir para abajo, no?
Con paso lento detienen el cruce y se miran unos instantes. Los otros dos, varios metros adelante, sonríen y miran sobre sus hombros mientras limpian sus manos con un pedazo  de trapo rojo, o manchado de rojo, sin dejar de andar. Los tres visten uniforme de la Armada y tienen las manos sucias. Antonio responde con otra pregunta
– ¿Quién tiene las llaves de toda esta ciudad?
Antonio despierta. De un salto se sienta en la cama. Lentamente, apoya  los codos sobre las rodillas, y la cabeza entre las manos. Ha transpirado mucho. Se mira las cicatrices de los brazos desnudos. Busca su reloj para saber qué hora es. Hace foco con el ojo sano, le cuesta mirar. Agacha la cabeza, cruza las manos en la nuca y no vuelve a despertar. Clara, su esposa, asustada por la agitación, trata de contenerlo y con dulzura le pregunta, mientras lo abraza por la espalda:
– ¿Qué pasa? ¿Te sentís bien?
Antonio recupera el aire y responde
– Mis torturadores soñaron conmigo.  

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