Destiempo

Atrasa, según parece. Pero la ansiedad de contar el paso del tiempo con exactitud es implacable. No se puede estar corriendo detrás de los acontecimientos. Figuras que no tendrían lugar sin la intervención, el desarreglo, el determinismo. Abandonados acaso al azar, no se precisaría de aquel porfiado instrumento. Sin embargo todo sucede en simultáneo, salvo la ocurrencia de esas cosas que llamamos existencia, y nos decimos contentos por eso. Todo, una y otra vez, repetido. Igual, pero diferente. En vano el aislamiento, la medición, la magnitud. La abstracción de pretender que algo aparece recortado en el universo, y es una cosa, y se la puede medir, y se la puede tocar, y se la puede mudar. Parece que atrasa. No se puede estar así, llegando tarde, sin llegar. Uno se cansa. Es inútil. Su particular modo de funcionar lo vuelve inútil. Aproximado siempre, pero nunca exacto. Se lo deja en un cajón. Se busca otro, que nunca es otro del todo, uno nuevo, ajustado a las convenciones, flamante. Con escape de áncora y espiral Breguet, para mayor precisión. Entonces se acude a las administraciones con regular puntualidad, los comerciantes cierran sus acuerdos, los ministerios organizan sus diligencias convenientemente, los condenados pierden las esperanzas. Se acude a los hechos del mundo pero, eso sí, de a uno. Mientras estas palabras evocan modelos y construyen sentido, en una mesa de restaurante los comensales salivan el paladar por un bocado que no llega; una mujer cruza la calle y se aleja, en ese momento otro, ese otro, dobla la esquina y la pierde de vista; un poeta reemplaza lo que la experiencia le niega con unas cuantas quimeras, que le exorcizan el deseo; una idea no encuentra palabras que la expresen, y todo es malentendido, enojo y absurdo; un formulario se traspapela; una firma difiere de la asentada en los registros de cuenta corriente, y nadie puede hacer nada, y caras de circunstancia porque de verdad es distinta, no parece la suya, porque esa mañana el cliente está más nervioso que lo habitual. Golpea el mostrador con el puño izquierdo y siente un chirrido. Bajo las astillas el mecanismo se ha detenido. Vuelve al cajón de la cómoda de la habitación de su casa de la calle Sarmiento. Busca sus documentos y encuentra su viejo reloj, perfectamente en hora y funcionando. El técnico le sugirió, sin ver el artefacto, que si no tenía intenciones de repararlo al menos le diera cuerda cada treinta y seis horas, para evitar la corrosión. Con gesto de extrañeza, se lo ata a la muñeca dolorida sin ajustarle demasiado la correa. Estaba detenido y ha vuelto a funcionar, explica para sí, y da a su gato una generosa caricia por el lomo antes de salir.

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