DERECHO A SER ESCRITOR.

En la especie humana, existen naturalmente diversos modos de expresión. De todos ellos, la escritura fue el que modificó el universo de la oralidad y nos permitió el paso de generación en generación de relatos, costumbres y sucesos sin perder exactitud. Le abrió la puerta a nuevas asignaturas, a nuevos oficios y cambió radicalmente la comunicación y la cosmovisión de la prehistoria.

Con la aparición de la escritura, por supuesto, aparecieron individuos con la capacidad de llevar a cabo ésta práctica: los escritores. Pero sucedió algo más importante, aparecieron los autores. De esta manera, la lengua escrita, se vio liberada del anonimato y de la especulación. Salvo, claro, conveniencia o pereza. A partir de esto, la persona que se adjudicara de algún modo comprobable la redacción de un escrito de su propia invención (no habiéndolo copiado ni plagiado) sería con justeza su autor. Pero antes sería, indubitablemente, por naturaleza un escritor.

Como sucede habitualmente -y es conveniente que así sea- con los cambios sociales de naturaleza semejante, se le asignó a la escritura, varios siglos después de su concepción, un valor político y sociológico único. Solo comparable, antropológicamente, con la posibilidad del hombre de labrar la piedra y emplearla en la fabricación de utensilios y armas que le permitió a uno de los bandos de una contienda, ser superior. O al descubrimiento y posterior manipulación del fuego. Primero como método de supervivencia de la especie, y luego para los más diversos usos. En este último caso, surge un detalle llamativo: no bastó con crear el fuego para aprovechar todo su potencial -incluso bélico- hubo que hacer algo más, controlarlo.

De ésta manera quien dominara la escritura tendría una importante arma política y un instrumento de control social. Por otra parte, quien tuviera la instrucción para interpretar esa escritura, tendría la posibilidad de comprender y razonar la realidad y los sucesos. Podría así, éste individuo instruido, debatir acerca de cuestiones humanas y cuestionar una realidad que le fuera desfavorable. De modo que el monopolizador de la escritura no sólo debería cuidar lo que se escribiere, sino también a quién se le instruiría en la lectoescritura.

Entrado el medio evo, esa tarea cayó sobre los hombros de la institución sociopolítica dominante de la edad media: la iglesia. Y a nadie le hubiera quedado mejor ese papel, dado el carácter dogmático de sus enseñanzas, su naturaleza centralista y su verticalismo análogo a las instituciones castrenses. Es en éste punto donde surgen los escribas. Un batallón de sujetos instruidos y dispuestos a recopilar, copiar y difundir el material bibliográfico que a la iglesia le era conveniente para mantener su condición: su poder incuestionable de origen divino. Aunque los escribas tenían cierta licencia para efectuar modificaciones tendenciosas en sus transcripciones, no se les permitía inventar. Nada que naciera de su inventiva podía ser difundido. Dado que todo texto que fuere interpretado como una manifestación o cuestionamiento contrario a los intereses del clero, era considerado una herejía, y castigado con la hoguera. El hecho de que algo no sea difundido no significa que no exista. Desde luego, los autores existieron y eran tan peligrosos para la iglesia (que no pudo, pese al esfuerzo de cientos de años impedir la difusión masiva de su obra gracias a la maravilla de la satánica imprenta) como más adelante en la historia lo demostrarían el Humanismo del Renacimiento primero y el Iluminismo después.

Es preciso subrayar la diferenciación entre un autor y los recopiladores o compiladores medievales. Es digno escritor todo aquel que concibe desde su imaginación e inspiración todo un rol de personajes con vida y características propias, que les da un nombre, una identidad, una profesión, una patria. Quien inventa puramente sus historias y sus destinos, y nada queda librado al azar. Es una esencia que va más allá de la circunstancia de desarrollar la actividad como medio de vida y a título oneroso. La escritura es el fuego que primitivamente nos resguarda como especie, un impulso instintivo que nos preserva. Mediante su difusión podemos evitar el perjurio y el dogma. Con ella podemos alcanzar el más ambicioso anhelo de la humanidad: la inmortalidad.

Por todo lo dicho, considero un verdadero derecho inalienable, e inherente a la más profunda naturaleza humana el de ser escritor. No se trata de títulos nobiliarios o estereotipos sociales. Yo sepulto aquí mismo la frase " yo no me considero escritor" habiendo alumbrado a una decena de personajes, habiéndolos dotado de personalidad, habiéndoles dado un tiempo y un espacio. Quién puede negarme a mí el derecho de ser escritor cuando di muerte oportuna al inefable asesino antes de que cometiera una nueva infamia, despertando en el lector los más viscerales apetitos de venganza. O cuando torcí con el máximo esfuerzo los designios del mal para darle al héroe su utópica justicia ¿Que soy acaso? ¿Un escriba? Por supuesto que no. Soy ante todo un escritor.

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