La daga

Hágase el siguiente ejercicio: Abra la puerta de la jaula. Espere que la criatura salga. No mire al interior. No hable. No le diga nada. Sabrá que tiene que salir. ¿Qué cómo se metió ahí? No importa, no conviene saber. Espere. ¿Le oye? Da vueltas, pero lejos de la puerta. Creció mucho, de algo viene alimentándose. Come casi cualquier cosa, aunque tiene ciertas preferencias. No sale. Usted deberá entrar. Pero no se le ocurra dirigirle la palabra, y mucho menos la mirada. No tenga ninguna consideración, aunque le conoce desde hace tiempo. Trabe la portezuela, no sea cosa que…Una vez dentro, trate de acercársele. Si, conforme usted avanza, él huye, no tiene más que acorralarle y empujarle afuera. Si no, veremos. Entre ahora. No huye. Es seria la cosa. No quería llegar a esto, pero no queda alternativa. Ya intentó todo. No es su culpa. busque entre sus ropas, a la altura del pecho del lado izquierdo. Encontrará la daga. ¿No sabía que la tenía? Bueno, ahora lo sabe. No se preocupe, casi nadie lo advierte. ¿Sabe por qué? Porque no bien lo saben, cunde el insoportable miedo a cortarse con ella. Un miedo tan vivaz que conduce a un solo lugar. Tenga cuidado. Acérquese. No tenga miedo. No le hará daño. No puede. Arrodillese frente a él. Deje que pose su cabeza en su regazo. Estará feliz, como dormido, no se dará cuenta de nada. Sujételo con una mano y con la otra alce la daga sobre la nuca. Empúñela con fuerza y descargue toda su ira en un solo movimiento descendente. Sostengalo con firmeza. Entierre la hoja todo lo que pueda. Mantenga su abrazo hasta que las convulsiones hayan cesado y deje que se returza en paz.

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