El cautivo y la conciencia del imposible

Este es un ensayito que escribí a eso de los 14 o 15 años, no recuerdo bien ahora. Ni falta que hace. Está escrito un poco con la ingenuidad de aquellos años, en los que me parecía descubrir algo en cada línea. Pasaba las noches de verano en vela, en profunda soledad, tomando café y leyendo los cuentos de Horacio Quiroga y Edgard Alan Poe que tanto me fascinaron. La radio a válvulas que mi abuelo dejaba encendida en forma persistente, ante el encono de mi padre, y que yo deseaba en lo más profundo de mi que no se apagara nunca, era una especie de faro en las tempestades de la noche infinita. Hoy tengo la sensación de escuchar el mambo de Pérez Prado que todavía suena por la madrugada en mi habitación solitaria.

A la memoria de mi abuelo, a quien no tuve la fortuna de conocer realmente, que gustaba de atrapar pájaros salvajes. A menudo se enfrentaba con mi intransigencia juvenil cuando me empeñaba en destruir las tramperas y elementos que empleaba en sus capturas, y se armaban cada una que Dios me libre.... Dedicado a aquellas aves atrapadas va entonces este escrito.

El cautivo y la conciencia del imposible

Ensayito.

Quizás se deban tener en cuenta algunos factores, pero es innegable que el hecho es, al menos, llamativo.

El férreo hábitat contenía lo que mejor conviene a su estructura, casi un oxímoron, si se advierte que las alas son, a la continuidad del ser, extensión de su libertad.

Un rato de ocio diminuto, entre la sobremesa y mi partida, me estimulaba a acercarme a la pequeña jaula (que por más que parezca inmensa, siempre es infinitamente pequeña) el espacio entre los barrotes me dejaba observar a su habitante mientras tomaba un baño. Decidido a interrumpirlo, produje un silbido. El ave no demoró en desatender su higiene y dirigió una mirada compulsiva hacia el frente, como un ciego que no sabe dónde mirar. Acto seguido, se paró resuelto sobre una de las hamacas de alambre, aguardando, para saber si lo que había oído era lo que creía. De modo que volví a silbar; esta vez no titubeó en responder, con un agudo pero armonioso canto. Entonces un pensamiento tan claro me abordó por completo, mientras el ave no dejaba de trinar. Su condición le hacía imposible relacionarse con otros como él. Ya no quise volver a silbar, para no alimentar sus esperanzas en forma innecesaria.

Esa condición no había sido su elección, de manera que no tenía conciencia sobre ella. Sin embargo, de algún modo, conservaba las expectativas de poder encontrar a alguien. Esto me llevó a una conclusión fatal: si el canario supiera de su condición, sería su fin. Lo que lo mantenía con vida era el no saberse condenado a la soledad, lo que lo impulsaba cada día a volver a cantar. De seguro, si abriera la jaula el no escaparía, puesto que no sabía del mundo afuera.

Uno llega hasta donde su conciencia se lo permite; aquello sobre lo cual no fuimos consultados, no pertenece a ella. Así que ignoramos gran parte de las cosas. Pero ¿qué es lo que nos mantiene con vida? Muy poco en realidad...casi lo mismo que al canario. Creer que no estamos del todo condenados, que podemos huir de la soledad y de la muerte. La peor de las prisiones es la que no tiene barrotes. Entonces la vida transcurre en la flama del deseo. Desear es lo que nos mueve. No sabemos qué es lo que nos rodea, cuál es nuestro grado de cautividad. Si lo supiésemos, moriríamos. La jaula está abierta, pero no la abandonaremos. No por coraje, sino por ignorancia de que nuestra condena es inexorable.

A veces creemos oír señales de otros que imaginamos nuestros pares, llamados como un suave y armonioso canto, y buscamos...y vivimos sin tener la conciencia del imposible.

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