Iguales

Perdurar y vivir son cosas diferentes. Vivir es llenar la existencia de ese algo que nos hace humanos. Algunos filósofos afirman que los seres humanos se diferencian del resto de los animales en la certeza de saberse mortales. Como artífices de lo inevitable, los mortales niegan esa muerte todo el tiempo, creyendo que el olvido, que mucho tiene de memoria, la hará desaparecer. Quieren mantenerse vivos, ante una evidencia abrumadora. Se convive a diario con formas solapadas de la muerte. Nos recuerda lo primitivo, la fragilidad, la propia circunstancia. La muerte del otro, del cercano, del par, del referente, del ser amado, de la némesis, aquel en el que somos y es, a la vez, en nosotros, nos pone la fatalidad a la vuelta de la esquina. Una parte de los vivos se hunde en la sombra. Algo acecha, arriba y abajo; detrás y a los lados; nublando la única huida posible. Entonces se buscan métodos ya no de evasión, sino de superación de ese tránsito desconocido del espíritu: del no ser. El fin último de la literatura, y de todas las formas del arte, es escapar de la muerte, como un intento de vivir en los demás a través de la representación. La desaparición física es insoslayable, sin embargo la pervivencia del humano puede ser trascendental. Hagamos lo posible por completar a los otros de tal modo que la muerte no encuentre más que huesos. Arranquémonos el espíritu de las carnes con poemas, prosas, canciones, pinceladas y esculturas. Pero también trabajemos. Es preciso sembrar y cosechar; aprender y enseñar, construir el mundo juntos; levantar paredes contra la adversidad, la avaricia y el desamor, manos firmes que doman los materiales, que se curten, pero también abrigan y alimentan. Hombres y mujeres humanos. Ya no construyamos la muerte, sin nosotros no es nada. Cumplamos con la misión ineludible de ser. Entonces seamos. Allí donde no hay muerte alguna que alcance. Seamos en las cosas y en los otros. Amemos, sin miedo, triunfemos. Seamos, fuera de nosotros.

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