La lección

La violencia es una escuela fácil. El único requisito para ser victimario es haber sido, antes, víctima. La violencia más brutal, la que nos gana de mano, es la que toleramos.

Podría haberse parado en cualquiera de los restaurantes, bares o cafés que abundan en el micro centro, pero se paró ahí. Porque ahí le dicen que la felicidad viene en una cajita que no puede comprar. Una metáfora siniestra que hasta una niña de ocho años entiende. Aunque la violencia y el abuso le hayan arrebatado el brillo de los ojos. Ahí, porque ve un desfile de niños entrando y saliendo alborotados de la mano de papá y mamá.

Ayer, que puede no ser precisamente el día inmediato anterior a hoy, hizo una linda tarde. Caminaba por la peatonal San Martín, de camino al trabajo, cuando se me ocurrió tomar un helado. En ese momento, pasaba por la puerta de Mc Donald’s, así que miré la hora para asegurarme de tener tiempo suficiente para la pausa y me situé detrás del último en la fila, que terminaba dos o tres personas adelante. Antes que llegara mi turno, una nena de no más de ocho años se me acercó. Llevaba en sus manos una serie de láminas plastificadas de tamaño mediano, con dibujos y consignas acerca del amor y la amistad. Se paró sigilosa a mi lado exhibiéndolas.

-¿Me puede comprar algo, señor?- me dijo casi susurrando.

- A ver, mostrame- le respondí mientras examinaba las láminas. La nena las deslizaba una detrás de la otra, para que yo pudiera verlas todas.

-¿Cuánto valen?- Pregunté.

-No, señor.- replicó- No le pido plata. Le digo si no me puede comprar algo para comer.

Me sentí un tonto por la confusión.

-Ah, bueno. Si, claro- contesté algo sorprendido- ¿Qué querés?-

- No se…

-Decime, lo que quieras. Le dije, haciendo un examen de conciencia.

-Quiero un helado- dijo, con cierto recaudo, manteniendo el mismo tono de voz que al comienzo de la conversación.

- Bueno, dos “conitos”- le indiqué a la vendedora al llegar mi turno en la fila. Varias personas se habían amontonado detrás de mí, esperando ser atendidos. Entonces otra niña, todavía más chica, se acercó a contemplar la escena con curiosidad. Algunas monedas se dejaban ver en su puñito semiabierto.

-¿Es tu hermanita?- pregunté.

- Sí- respondió, con una sonrisa tímida.

-¿Cuántos años tiene?

- Tres.- tres años… recordé que hacía tiempo no visitaba a mi ahijado, que tiene algo más de dos años. Me di vuelta y observé por un instante todo lo que ocurría. Traté de comprender. Me detuve en la gente detrás de mí, sus caras de circunstancia, su vergüenza, su mudez. La tolerancia del silencio espeso. ¿Qué estarían pensando?, ¿Les cabría alguna reflexión en sus prejuiciosas mentes? No lo sé. Miraban para cualquier lado. Parecían incómodos, impacientes porque ese espectáculo se desvanezca. Formaban parte de una siniestra e impensada complicidad.

Mientras esperábamos los helados, la nena me mostraba las láminas. Ya menos tensa, y con una sonrisa más persistente, describía los distintos dibujos. Alguien le prestaba atención y eso no lo podía dejar pasar.

-Mire ésta- me sugirió, mostrándome una en la que aparecían dos hipocampos.-o ésta- una con un perrito en cama “enfermo” de amor.

-Me gusta ésta- le dije, señalando la figura de un niño deshojando una margarita.-pero son todas lindas-aclaré.

Por fin llegaron los helados. Yo tomé uno y ella otro.

-Gracias señor- me dijo, mientras convidaba a su hermanita con la golosina de la eterna niñez.

-De nada, corazón- respondí y le recomendé que se cuidara mucho.

-Gracias-repitió y me regaló la lámina del niño enamorado y la flor. La impotencia me arrebató la voluntad. Se perdieron entre la gente. Me perdí en mis pensamientos.

Esta es la historia de miles de niños. Historias repetidas, casi calcadas. Cuentos sin caballeros ni hadas con finales tristes, muy tristes.

Tengo una imagen pegada en la pared, frente a mi escritorio, el mejor regalo que alguien pudo darme. Y aunque no se su nombre, se que esa tarde tuve suerte de encontrarme con ella. Porque me mostró que no hay peor miseria que la del alma y me dio la oportunidad de hacerle recordar que es niña. Porque a los niños les gustan los helados y creen en la felicidad, pese a todo.

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