Instante.

Tu brazo alrededor de mi cuello formaba una perfecta matriz con tu pecho. Recostado sobre tu humanidad contemplaba esa expresión que siempre guarda algo. Esta vez me atreví a sostener la mirada, hasta que el último vestigio de risa nerviosa se fue disipando. Tu rostro estaba demasiado cerca del mió cuando por fin cerré los ojos. Sentí tu aliento y supe que el momento había llegado con la fuerza de lo inevitable. Me quedé quieto. Dejé que me devores. Acariciabas mi rostro y lo tomabas con las manos. Disfrutaba tanto la furia de tus labios que no quería ya pensar en el después. Sentí tu lengua, tejiendo un sinfín de licenciosas propuestas a las que no pude resistirme. Entonces te conocí de verdad y no hubo qué decir. Te revelaste ante mí pero tu luz no me cegó. Te detuviste. Lentamente fuiste separando tus labios de los míos. Sentí que me mirabas. Creo que sonreías. La savia de tu boca mezclada con la mía formaba un alo de tibia humedad que se enfriaba con la brisa de tu respiración agitada sobre mi rostro.

¿Realmente fuiste tú? De qué modo lograste meterte en mi cabeza y en mis sueños. Qué amarga semilla has sembrado en mi corazón que me condena a despertar antes de poder volver a verte. Al abrir los ojos, el costado vacío, la boca seca y mi ardor contigo.

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