Veinte cuadras

Noche de verano. Lanús, 1962. Gentes de los pueblitos cercanos invaden los bailes y las peñas de fin de semana. Es madrugada y Pedro camina con sus amigos por las vías del ferrocarril. Van para el centro. Desde lejos ven el tumulto – ¡No se va a poder entrar! Vamos a otro lado – se dicen unos a otros con fastidio. Alguien sugiere un nuevo destino. Los demás lo siguen. A Pedro le parece que es tarde, que ha caminado mucho. Se pasa el camino a quejido limpio. – ¡No debe haber nadie en el Unión! ¿Me entendés? Nadie… ¡Ni el gato! No sabe que no hace falta que haya demasiadas personas en el baile. De hecho, con que haya una es suficiente. De paso se cruzan con otra barra de amigos que vienen en coche, pero en sentido contrario. – ¿Cómo está el club? – les pregunta uno de los de a pie, estirando el cuello – ¡Mal! – contesta una voz dentro del vehículo – ¡Una porquería! No hay nadie – alcanza a agregar otro, mientras el eco del motor se pierde en la noche, tras una polvareda. – ¡Vamos igual! – insisten algunos. Tres menos cuarto. Las puertas del Club Unión están entreabiertas. Van entrando callados, en fila india, como si entraran a una obra de teatro empezada. Hay pocas personas. Pedro mira a su alrededor. Gira a la derecha. Sentada de piernas cruzadas en una banqueta alta, una muchacha entre penumbras le devuelve la mirada. Pedro se acerca y le tiende la mano. ¿Estuvieron todo ese tiempo en el mismo pueblo, separados por unas cuadras o solo aparecieron para encontrarse aquella noche? Hace cincuenta años que siguen bailando juntos.

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