Colecciones.

Nunca tuve gran apego por las cosas. Es más, no creo que “el tiempo” exista como tal. De todas maneras no digo nada nuevo. Si eso del tiempo fuera cierto, técnicamente viviríamos en el pasado. El pasado nunca es olvido, porque lo que ocurrió se proyecta y permanece en el presente. Todo es presente. Pero no podemos quedarnos quietos. Entonces, todo es futuro, voluntad teleológica. Todo es por hacer. Y así estamos.
Ahora eso del apego se me hace borroso. De pronto me gustaría tener un paraguas. Digan si no es necesario. El profesor Gustavo Sotto los coleccionaba. Sus clases en el vespertino Pueyrredón eran un oasis para alguien con un conocimiento del mundo tan limitado como yo. Me quedaba después de hora conversando con él, o lo perseguía hasta la sala de profesores, donde la entrada estaba más que prohibida para los alumnos. El profesor practicaba el coleccionismo de un modo prudente: no poseía ningún paraguas. A mi me hubiera bastado con uno, y ni siquiera. Prefiero mojarme. Pero a él le bastaba con menos que eso. Si yo tuviera cien paraguas no tendría una colección, el mismo caso si tuviera mil o un millar. Simplemente porque no tengo la intención de coleccionar dichos objetos. Sin embargo, Sotto salía al balcón los días de tormenta y se reconfortaba con ver una peregrinación de cúpulas opacas por la calle Rivadavia. Podía incluso identificarlos en sus colores y sus averías, con precisión de filatelista. Y eran tan suyos como de sus portadores la lluvia. Hacía bien el profesor en no tenerlos consigo. Hay cosas que no vale la pena conservar. Qué cosas valen una pena. Se habla de La Pena como si se hablara de la Historia. No quiero volver a aquello de que las cosas no son los hechos, a la representación de los hechos. No quiero enredarme con el lenguaje y sus trampas. No quiero. No guardo casi ninguna cosa, salvo las cartas. Las de puño y letra. Y las atesoro porque van cambiando dependiendo del momento en el que son releídas. Quieren decir algo diferente. Atrás queda la intención del autor o la autora, poco importa lo que quiera yo ver en ellas. El texto está ahí, y cambia. Cambia porque me voy dando cuenta de que quien dijo, dijo mucho o poco – no importa – ; y quien leyó entendió lo que quiso. Ambos callaron. Entonces, no hay carta. Una colección de la nada, un compendio de silencios es todo lo que el segundo cajón del placard alberga. En un papel doblado todas las veces, mi colección privada de cartas, tan mías como sus lágrimas.

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