Para leer a medianoche.
Casi las
once de la noche. Nunca supe por qué. Ahora lo recuerdo, antes de acostarme.
Antes de la radio bajito o la tele sin volumen, de no encontrar una postura
cómoda en la cama. Pienso. Una vez le pregunté: ¿por qué a las once? Me dijo
algo acerca de una serie que terminaba o cosa por el estilo…excusas. Las
razones profundas como esa nunca se confiesan. Lo sé. Sí, porque queda poco del
día; va muriendo y podemos contar los minutos juntos. Ya pasaron unos quince,
¿no? Es probable que sean más de las doce cuando lean esto, si compartimos el
huso. Tal vez me vean detenido en el tiempo, sin poder hablar. Feliz nuevo día,
en todo caso. El chiste de la calabaza, y todo lo demás: Macedonio, Cortázar,
Abelardo; lo poco o mucho que pude escribir entonces…lo que convertí en basura.
Todo lo que no le dije, las ganas de verla. El té que se enfría(ba) mientras y
los minutos que ya son como (hielo) treinta y pico porque tardo en pensar y porque
corrijo mucho. Al fin y al cabo todos corrigen. No lo dicen, pero sí. Hablan de
revelaciones y de textos que bajan quién sabe de donde. Pero tachan todo y
vuelven a escribir, y los sorprende el día y también tiran bollos de papel al
tacho. Como el dichoso que goza a fuerza de sufrimiento. Después inventan
estrategias románticas. Y creo que está bien el misterio. Tienen derecho a
protegerse, tienen derecho a decir que todo comenzó en un sueño, o que la
providencia les susurró una historia al oído. Es como quien dice amor a primera
vista. Después de todo no importaba mucho saber por qué a las once. Lo lindo
era ver qué inventaba para justificarse. Escribo contra-reloj. Ya casi
medianoche y todavía en veremos. Así de lento es escribir, así de pronto leer.
De todas maneras el teléfono no sonó, ni en mi universo ni en el de ustedes. Aunque
podría imaginar… “no querría que el día terminara sin haber escuchado tu voz”. Al menos, esto
no irá a parar a la basura hecho un bollo de papel.
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