Perspectivas de la imaginación


Imaginé un toldo a medio día. Imaginé la quietud y la polvareda. Calor. Un toldo amarillo. Vi la sangre y las bocas abiertas. Quietud. El miedo en los ojos muertos. El miedo, vivo, en mi.
Nadie.
La leve brisa.
Nadie.
Un niño bajo la sombra del toldo, sentado, con los brazos cruzados y la cabeza gacha, entre las rodillas, mirando al polvo. Inmóvil. Un hilo de baba colgaba desde sus labios hasta el piso. Mantenía una mueca sorda. Cada tanto algún espasmo y volvía a respirar de súbito. Tenía puestos unos pantaloncitos cortos color arena, una camiseta azul y zapatillas sin medias. El pelo negro, la piel blanca, mugrienta y sudorosa. Por lo que alcancé a ver, sus piernas mostraban algunas lastimaduras, de formas varias y diversos tamaños. Entonces recordé una muerte absurda, casi calcada. Un bocinazo, me sacó de aquel trance. Desde una mesa alguien llamaba al mozo. Esa mañana había despertado intranquilo. La ciudad, inmensa, con su ruido, ponía en marcha una vez más su desgastado mecanismo, el gatillo disparaba otra vez. Dejé de leer. Doblé el diario y me levanté de la silla con calma. Salí del café a mezclarme en el gentío de la avenida Pueyrredón. No recuerdo si pagué la cuenta, ni por qué me detengo a pensar en eso.

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