Mikrokosmos.
Un minuto
es demasiada ventaja para el silencio. Es algo que no se puede hacer. Mire si
no. El piso desaparece bajo los pies y las cosas deben ser dichas pronto.
Suspenderse en el abismo, mirar hacia abajo por un instante. No, pero sin
caerse mi amiga. Vamos, espere que García Márquez ya inventará ese pueblo otra
vez. No tenga miedo. El miedo nos hace caer, Bartók lo sabía. Lindo escucharlo
cuando escribo, si puedo olvidarme de Lendvai por un rato.
Ahora
dígame, mientras dura este trance, ¿qué le parece hasta aquí? No conteste si no
quiere. Puede elegir marcharse y retomar después, pero no es aconsejable.
Es como el
soñante: olvida que las cosas son de sueño y termina por creer que vuela.
Primero el perro, que según deduzco nunca soñaba, luego la pareja del piso de
arriba a los gritos limpios (quién sabe qué fue del pobre perro) y ahora la
trompeta. En fin, a mi me gusta el Dixieland, aunque mis oídos perciben los
límites de la improvisación, como se alcanza la baranda del subterráneo con un
pie en el primer escalón y otro en el aire.
Apropósito,
¿cómo es no ver?
Solo tocar.
Ha de ser como estar flotando y que las cosas acudan con el pensamiento.
Levantar el brazo a cuarenta y cinco grados y la baranda ahí, (un fa sostenido,
para afinar) deslizar el otro pie, aflojar la rodilla, dejarlo caer y el
escalón, uno, dos, y uno y dos, una lección de tap con los ojos cerrados. Y al
final la baranda lo suelta, surca el abismo y el trance. Pero el perro, la pareja de arriba y el
elefantito del quinto, son casos diferentes. Ellos se ven todo el tiempo a sí
mismos e inventan las cosas que no pueden. ¿Y la música?
Calma, ya
empezará a sonar otra vez.
Si se
concentra, podrá escuchar la respiración rítmica, el sube-baja de las clavijas,
la tensión de los cuellos, la saliva y el brillo del bronce.
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