Sentirse un idiota; ergo, serlo.

De haber podido coincidir yo con usted, mi querida Eugenia – querida por las charlas laterales, por los ojos hondamente azules (tan azules como pueden ser) y porque no lo sabe – créame que lo habría hecho. Pero no bastó torcer la materia del mundo, ni pintar un camino de témpera en una lona y colocarla a mitad de su paso. Hacerle sentir sed; no hubo caso. Tan menuda, tan liviana. Debimos coincidir donde se supone que no, from the beginning. Pero de nada sirvió sobornar a toda burocracia celestial. Un claustro por ejemplo. Entonces, leer. Y luego comentar largamente lo leído. Y reír. No este banco, esta plaza ni sus canarios. No estas manos, ni la hoja de papel. No veintiún grados, cuatro décimas. Glosas, notas marginales, mate frío y dulce; porque da pereza calentar el agua y porque el dulce ayuda a pensar, lluvia puede ser. Como yo lo imaginé estaba bien. Encontrarnos. Hablar un poco de nuestras miserias (lo molesto de las aglomeraciones de público, las bebidas preferidas, las peleas familiares, y cosas así). Hasta ahí, estamos. Salvo que yo descienda por un rato al cieno primitivo, a la profundidad de mi ¿para qué? Pero no se haga problema, después le cuento. No dura demasiado. Cosa fría la piedra, pierde el calor rápido. Bueno, y al fin coincidir. En una aclaración, en un “para mí, tal cosa”, en una prosa, un poeta y cómo escribe y cómo pinta, dibuja, persigue, y cómo besa. ¿Le parece coincidir? Aunque yo no sabía, no había principio. Hay algo que sé y es que cuando se coincide en algún lado, es imposible salir de ahí. Nosotros no coincidimos, pero vea lo que digo. Es que si se sale de la coincidencia, ¡zas! Todo se deshace, terrón de azúcar. He coincidido en camas y en lágrimas y jamás pude salir de ellas. Mejor, entonces. Mejor el idiota aquel que escribe todo arrugado e incómodo. Música por favor. Ah, el título, puro gancho, no haga caso.

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