Recreo

Mi hermana se queja con frecuencia de la tendencia a la recreación que, al parecer, tienen las personas. Según ella, es una especie de padecimiento que nos obliga a la añoranza inútil, que nos sume en la mediocridad y nos trae la mímica de lo que ya no es, en su peor forma. ¿Por qué no contentarse con el simple recuerdo? El recuerdo sería mejor que cualquier cosa, o, por lo menos, más útil. Pero recrear, mal que le pese a mi hermana, es todo lo que podemos hacer. Es la cumbre de nuestra materialidad. Recrea el relator de los hechos pasados (de alguna manera todos lo son), en el mismo instante en que los enuncia con pretenciosa novedad. Recrea el predicador la fe de sus fieles en cada ceremonia. El salmón recrea contracorrientes. Recrea el Claro de Luna una tristeza cualquiera. A Cervantes toda la prosa lo recrea. Recreo una ilusión a cada instante. Horizontes recrea el sextante. Un olvido imposible, el mar errante. Imaginemos un mundo en el que la recreación no fuera posible. Donde las cosas sean de por sí, dadas e inmutables. Si nuestros días transcurrieran en ese mundo, no nos sería posible imaginar. Aprovechemos entonces que vivimos en este mundo e imaginemos ese otro. Triste, ¿verdad? Por mi parte, sin mi fantasía no soy nada. Sepan que se equivocan grueso los que le endilgan a la fantasía un carácter subalterno a lo real. Para determinar qué cosas son reales y cuáles no, basta con ponerse de acuerdo y dejarse de caprichos. Ahora, no vamos a quedarnos con eso ¿no es cierto? Nada hay más burocrático que la realidad. Acuerdos intersubjetivos pueblan nuestra cotidianeidad. Usted y yo estaremos de acuerdo en que debemos saludarnos con gesto cordial, un apretón de manos, un beso en la mejilla, una palma en el hombro. Convenimos con anticipación qué decir y, aunque no lo sepamos (y no lo sabemos) estamos recreando lejanías en cada encuentro.

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