Ka-dingirra, la puerta de Dios.


En la antigua Mesopotamia, asirios y babilonios usaron el arcadio como lengua franca. A diferencia del sumerio, la escritura arcadia evolucionó hasta formas silábicas completas. Este idioma semita, derivado del afrosiático septentrional, tenía como particular condición una polisemia dual: muchos de los símbolos que componían su fonética carecían de un valor claro; y, en sentido inverso, un determinado sonido no hallaba una correspondencia específica con un símbolo dado. Es posible que esta fuera la lengua de toda la Tierra en tiempos anteriores a los sucesos de Babel.
Separado por tres mil años, el Nuevo Testamento atribuye al milagro de Pentecostés otro fenómeno lingüístico: todos podían escuchar la palabra de los apóstoles en su propio idioma, bajo el influjo que el Sancte Spiritus les había otorgado.
Por supuesto, se trata de dos circunstancias diferentes. La primera describe una característica en la estructura interna de una lengua de la que existen registros históricos por medios de los cuales se infieren esta y otras condiciones, que pudieron derivar en la atomización del idioma arcadio en varios dialectos; la segunda da cuenta de un fenómeno lingüístico sin sustento material, que encierra una máxima filosófica poderosa: había necesariamente algo más allá del idioma hablado que permitió a los discípulos de Jesucristo comunicar la palabra de Dios a sus fieles. Algo más allá de lo material, una última red de sentidos.
Los habitantes de Babilonia no dejaron de entenderse entre sí porque efectivamente hablaran distintas lenguas en un sentido material, sino porque no pudieron ponerse de acuerdo en el sentido de muchos de los argumentos de su propio idioma, lo que constituye un problema de interpretación del lenguaje y, por ende, del mundo. Es, en un sentido más amplio, una controversia política, una discusión acerca de los límites de lo que llamamos realidad. Este análisis nos sitúa una vez más fuera de los límites formales del idioma.
Empiezo a creer, como creyeron otros, que la escritura, lejos de ser un vehículo para comprender el mundo, constituye un vasto obstáculo. Obstáculo para los que no saben escribir, dirán con soberbia los más ilustrados. Sin embargo, y en el mismo orden de pensamiento, podría decirse que representa un obstáculo mayor para quienes no saben leer. Para ellos hay que esforzarse más. ¿Qué es entonces saber escribir? Bueno, es posible que el misterio consista en una destreza especial para conmover a quien lee. Y hay que esperar mucho del que lee. La persona que lee, especula. De ella depende en gran medida la construcción solidaria de sentido, la aceptación de un mundo posible que rivalice con su realidad hasta torcerle el brazo. La destreza consiste en tocar unas fibras tales que posibiliten al lector  comprender (interpretar), pero además en darle las claves que lo guíen en la multiplicidad de significados que se despliegan ante él. Por eso, hay que saber leer. Hay que tener la agudeza necesaria para ver esas claves. El verdadero obstáculo no está en la escritura misma, como grafía de una lengua que forma parte de los hechos del mundo; perdurable y concreta, sino en la posibilidad del entendimiento entre las personas más allá del idioma. De otro modo, todas las lenguas serían la misma.  

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